A la edad de doce años experimenté un segundo asombro de naturaleza muy distinta: fue con un librito sobre geometría euclídea del plano, que cayó en mis manos al comienzo de un curso escolar. Había allí asertos, como la intersección de las tres alturas de un triángulo en un punto por ejemplo, que -aunque en modo alguno evidentes- podían probarse con tanta seguridad que parecían estar a salvo de toda duda. Esta claridad, esta certeza ejerció sobre mí una impresión indescriptible. El que los axiomas hubiera que aceptarlos sin demostración no me inquietaba; para mí era más que suficiente con poder construir demostraciones sobre esos postulados cuya validez no se me antojaba dudosa.