En nuestra cultura actual, fuertemente impregnada por el espíritu científico, que acepta esta cosmovisión de fondo como base implícita e indiscutida, transmitida en sus líneas generales a través de los siglos desde las mismas raíces pitagóricas, el brillo de la idea fundamental de la racionalidad del universo se nos presenta apagado y desgastado por la costumbre. La armonía de las esferas no es para nosotros más que el constante ruido de fondo que escuchamos en nuestro quehacer racional.
Pero el mundo del siglo VI en que a
Pitágoras le tocó vivir era muy distinto. Las invasiones
persas habían aproximado hacia los griegos las milenarias culturas
orientales con su abigarrado espíritu religioso y su actitud mística
y contemplativa, que originaban una especial forma de racionalidad. El
espíritu religioso oriental no buscaba, ni busca, su camino hacia
la comunión con lo divino a través de la contemplación
racional del universo, sino más bien mediante la negación
de la búsqueda misma de la razón, hacia formas de comunicación
en zonas más internas del espíritu. Pero junto con esta vena
mística del espíritu, la cultura oriental había realizado
admirables conquistas de la razón, plasmadas, por ejemplo, en los
desarrollos astronómicos y aritméticos de los babilonios
más de un milenio antes de que Pitágoras naciese. Tal vez
una de las razones profundas del hondo enraizamiento del movimiento pitagórico
en la cultura griega y en su heredera la cultura occidental en que hoy
vivimos, consistió en el acierto de Pitágoras para unificar
ambas tendencias, racional y contemplativo-religiosa, al dar forma a lo
que llegó a ser, mucho más que una escuela de pensamiento,
una forma de vida.